Redoble por Radrigán

Está dentro de la terna de los dramaturgos más brillantes e influyentes del siglo pasado en nuestro país, junto a Jorge Díaz e Isidora Aguirre. Su formación fue absolutamente atípica: obrero textil, vendedor de libros usados en la feria Persa de Bío-Bío, después en un quiosco de la Plaza Almagro, lector desde niño, poeta lírico, cuentista, novelista, géneros en los que no destacó, y finalmente dramaturgo, es decir, escritor con “capacidades especiales” debido al prejuicio de no leer teatro porque está destinado al escenario y tampoco ir al teatro porque es literatura actuada y, además, es muy caro.
De ideología izquierdista, mantuvo una ética frente al medio teatral chileno, frente al mundo y frente a sí mismo. Fue uno de los pocos teatristas que realizó buena parte de su producción dramática durante la dictadura. La desolación cultural y social del momento, el gran teatro del mundo que apuntaba en ese momento, y tal vez siempre, a la tragedia, lo llevaron a escribir una pieza teatral: Testimonio de las muertes de Sabina (1979), que protagonizó una leyenda del teatro chileno, Ana González, la Desideria, junto a Arnaldo Berríos, y dirigió Gustavo Meza con el grupo Teatro de Comediantes. Todos disidentes del vacío o apagón cultural, entre otras desgracias, que provocó el pinochetismo. Desde allí no pudo parar y demostró que las teorías sobre el teatro pobre de Jerzy Grotowski estaban vivas y eran perfectamente aplicables en el Chile de la época. El dramaturgo junto a su compañía teatral, El Telón, recorrieron el país siempre vigilados por los servicios de seguridad, Dina, CNI, que los tenían en la mira porque las funciones de las obras de Juan Radrigán atraían a un numeroso público de opositores. El teatro Alejandro Flores de la calle San Diego, a la que Neruda le dedicó una oda, era la sede de la resistencia con las funciones de Hechos consumados, El toro por las astas, El loco y la triste, Isabel desterrada en Isabel, entre otras.

El poder es el tema que aglutina los conflictos de las obras dramáticas de Radrigán: un pedazo de tierra donde guarecerse (Hechos consumados), el derecho a disentir y a rebelarse (Diatriba de la empecinada), el monólogo desesperado que emite una vieja vagabunda contra un tarro de basura (Isabel desterrada en Isabel). Radrigán incorporó al teatro, no solo chileno sino latinoamericano, a los hombres y mujeres oscuros, los seres del suburbio, los personajes en situación de calle, una marginalidad asocial que ostenta, a pesar de la exclusión, una verdad irreversible, no quieren integrarse a un sistema que los desprecia sino contribuir a un cambio en las reglas que les permitan ser: no desean adaptarse al consumo sino la posibilidad de vivir en condiciones humanas: una vivienda, un trabajo, salud, educación. ¿Tiene una dimensión política esta dramaturgia de protesta? No cabe ninguna duda, si bien no partidista ni menos panfletaria.
En Chile, Radrigán es heredero de la literatura social de la generación de 1938, Manuel Rojas, Carlos Droguett, Volodia Teitelboim, y también tributario, en términos universales, del teatro del absurdo, de los espantajos que pueblan el escenario que llenó Samuel Beckett desde los años cincuenta a los setenta. Radrigán les puso cara, nombre, un cuerpo, el que apenas estaba esbozado en la teatralidad del absurdo, y los aterrizó en Chile. Detrás de los personajes de Beckett hay poco o nada, la implacable e irreparable condición humana, en Radrigán tienen aún un rol, o lo tuvieron, el de NN, el de Don Nadie, el hombre y la mujer anónimos que conservan una cara, huellas dactilares, y dejan una marca en su deambular por la ciudad. Son aseadores, vendedores de inutilidades, prostitutas, gañanes sin oficio, eternos cesantes, alcohólicos, mutilados, se parecen a los seres que sobreviven en los cuentos de Alfonso Alcalde, una consagración de la pobreza a la que Radrigán le dio visibilidad y recuperó para la sociedad chilena la voz, los gritos, los quejidos de agonía de los desamparados.
Radrigán no hacía concesiones al público ni a lo políticamente correcto, de bajo perfil humano, mostraba en el escenario una realidad descarnada si bien no desprovista de poesía y de ternura. Su registro estético y ético estaba entre Brecht y el llamado Carpintero del teatro, Antonio Acevedo Hernández. Renovó, con sus propuestas y su manera simple pero efectiva de montar sus piezas teatrales, la dramaturgia y la escena nacionales. Bastaba la pieza desocupada de una casa y un público para congregarse en torno al rito del teatro, a pesar de las inclemencias de todo tipo. Su fe enorme en su capacidad, en la palabra fundadora de los personajes en escena, en el poder remecedor de una pieza teatral montada con mucha más imaginación que recursos, fueron una lección de dramaturgia y de humanidad.
Lo abatió un cáncer a la columna. El drama real siempre termina por bajar el telón.
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