Castro y Neruda

No existe expresión celebratoria de las aparecidas profusamente en la prensa por estos días, relativa al ex líder cubano Fidel Castro, que no haya tenido de inmediato y como contracara su antónimo. Los adjetivos luchador, libertario, humanista, lúcido, audaz, rebelde, carismático y decenas más, dieron paso, al mismo tiempo, a tirano, dominante, invasivo, intolerante, asesino, represor, intragable. Tal vez haya sido todo aquello y más. Impuso a una nación, harto singular como Cuba, un sistema ideológico, económico y político, el marxismo leninismo, que, aunque parezca raro, se puede comparar con las relaciones de amor entre parejas: es una gran y seductora idea, pero no resulta nunca. Marx analizó a su época, el siglo XIX, con sorprendente rigor y agudeza, mas la puesta en escena de sus teorías abrió, en todas partes, una vez más la puerta a la desgracia. Y como él mismo lo señaló la historia se parece a una tragedia y su repetición se vuelve una farsa. De esta manera, lo que está en sus libros cuando se instala en la realidad más vale huir. No se culpe a nadie, menos al filósofo alemán que duerme para siempre, ajeno a esta dislocación, en Highgate, cementerio londinense.
Muy pocos intelectuales y creadores fueron indiferentes a la épica desatada por Castro tras su llegada al poder, en enero de 1959. Fue un héroe. De allí en adelante gobernó con mano de hierro y con ausencia total de escrúpulos. El poder absoluto en manos de un absolutista. Descabezó todo germen de oposición y disidencia, expulsó, segregó, relegó, exilió y encarceló a cualquiera que levantara la cabeza. Era un déspota ilustrado, lector y memorioso, excepto con lo que no le convenía recordar, toda esa parte oscura de medio siglo de arbitrariedades y órdenes inapelables. Fue ubicuo, omnipresente y avasallador. La Revolución que empezó con mayúsculas, descendió a minúsculas y terminó entre comillas. Tuvo logros, cómo no, se señalan siempre educación y salud. Pero tenían un precio: la falta absoluta de libertad, no solo de expresión sino de movimiento. Puedo imaginar lo que habrá sido para los cubanos que se quedaron en la isla, por las razones que fuere, bancarse a un bacalao semejante, hablantín, mareador, hipnótico, con delirio de grandeza, narcisista y sabelotodo. ¿Fue un milico bananero, la encarnación caribeña del coronel Aureliano Buendía, un líder vitalicio, caprichoso y monologante? Tal vez todas las anteriores. Su famosa frase lanzada al viento en el juicio que le siguió la dictadura de Fulgencio Batista tras asaltar, al frente de sus hombres, el Cuartel Moncada en 1953: ¡La historia me absolverá!, pasó hace rato a un cambio no solo fonético, la l por la r : La historia me absorberá
Con Neruda tuvo una mala relación que descendió a pésima, entre muchas causas porque no era posible el entendimiento de dos egos monumentales. El poeta fue el primer escritor en celebrar la revolución con un volumen completo en su homenaje, Canción de gesta (1960), editado por Casa de las Américas con un tiraje de 25.000 ejemplares, y no en enviar, por aquellos años, los consabidos cables de adhesión políticamente correctos. No está dentro de los volúmenes más célebres ni profundos de Neruda, pero es poesía política de buen nivel y se advierte la buena fe con que el poeta chileno aplaudió el proceso de cambios en la isla y a su líder.

Fidel y Neruda coincidieron en Caracas. Pocas semanas después del triunfo sobre Batista, Fidel viajó a Venezuela para agradecer el envío de armas de ese país en apoyo de los revolucionarios. Se vieron en la embajada de Cuba y se abrazaron, pero repentinamente ingresó a la habitación un fotógrafo para dejar huella del momento. Fidel reaccionó como un felino y arrebató la cámara al intruso. Neruda lo relata en sus Memorias y no tiene respuesta para tan extraña y agresiva actitud. Después fue redactada y hecha pública en el diario oficial de Cuba, Granma, en 1966, una carta de rechazo a la conducta izquierdista de Neruda al aceptar una invitación del Pen Club de Nueva York y dar en varias ciudades de Estados Unidos conferencias y recitales. Fue considerada una actitud entreguista cuando la guerra de Vietnam estaba en sus etapas más críticas. Algo parecido le pasaría unos años después al antipoeta Nicanor Parra con la famosa taza de té a la que fue invitado en la Casa Blanca por la señora de Richard Nixon. El dogmatismo no toleraba, en plena Guerra Fría, desviaciones de ningún tipo. La carta de los cubanos la firmaron 37 escritores y fue redactada, entre otros, por el comisario de la cultura cubana Roberto Fernández Retamar.
Así pone fin al incidente el poeta: “Me he negado hasta ahora, y me seguiré negando, a dar la mano a ninguno de los que consciente o inconscientemente firmaron aquella carta que me sigue pareciendo una infamia”.
Se le consideraba un escritor aburguesado y un comunista de trasnoche. La misiva resintió a Neruda durante los años de vida que le quedaban, si bien muchos de los firmantes lo hicieron por miedo a las represalias del líder cubano. Hace unos años, a través de Artes y Letras de El Mercurio, el estudioso de la obra nerudiana, además de biógrafo, Hernán Loyola, envió un mensaje a las autoridades culturales y políticas del régimen castrista, instándolas a hacer público un acto de desagravio: reconocer el error cometido y declarar inocente al poeta chileno, acto ético a través del cual limpiarían, aunque fuese de manera retrospectiva, su imagen de dogmáticos y sectarios. La respuesta fue el más inapelable de los silencios. Y no ha habido rehabilitación post mortem.
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